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“Como las palabras, las apariencias pueden leerse también y, de entre las apariencias, el rostro humano constituye uno de los textos más largos”.
John Berger
Aquel que espera, que es entre la multitud, observa, recorre formas y abismos, se despliega en el contacto con el otro, continúa su mirada hasta topar con rostros que también esperan. Esperan. ¿Qué esperan?
Aguardan a que el tiempo se cumpla, arribar a un lugar, estar con la persona correcta, lograr un encuentro; aguardan llegar a un destino a dejar algo de sí, a tomar algo del otro y guardarlo. Rostros que comparten un pasado lejano o inmediato, que resguardan sentimientos y vivencias, rostros que exponen su desnudez y vulnerabilidad y que se protegen procurando ocultarse, sin lograrlo.
Es el semblante la muestra física inmediata, “la manera en que se me presenta el otro”, según Emmanuel Levinas. Ante él, ante la faz humana, ante el rostro del otro que se mantiene separado de mí, se enfrenta el mundo, nos enfrentamos todos, sin intermediarios; por eso la espera resulta imperiosa, porque en ella acude la reflexión de dicho encuentro para reconocernos o distanciarnos.
En un viaje hacia el otro, Martín Haro identifica su historia, que se halla dentro de nuestro relato como sociedad, sensibilizándose y responsabilizándose de quien se encuentra a su lado. Construye su propio discurso a partir de los rostros del prójimo. Se vuelca, voltea a su alrededor, reflexiona en la espera, sin pensar en El Destino, pero tratando de encontrar la raíz común que lo une con ese otro.
No trata de registrar solamente rasgos, sino de encontrar o escudriñar a la persona a través de la faz humana, de identificar aquello que se queda como impronta tras el contacto con ese desconocido junto a él y que puede durar minutos o segundos, mientras la espera de uno u otro transcurre.
Haro, en este acto de humanidad y de pensar en quien está cercano, apura, libreta en mano, trazos en blanco y negro, jugando contra el tiempo que le permiten esos breves instantes, resolviendo rápidamente esta relación momentánea que deriva en miles de adioses. Rostros de los que ignora si portan velos o máscaras, o cómo lo hacen; es la careta, la apariencia frente al semblante la que le da pie a descubrir e imaginar lo oculto. Martín Haro utiliza las máscaras, no para ocultar, sino para transformar, potenciar y dignificar al ser humano, para plasmar una semejanza remota, reconociendo lo prehispánico que viene a ser fisonomía del pasado común. Igualmente, trabaja con lo orgánico, aquello que nos une como seres humanos, que se despliega entre nosotros. Como una planta en crecimiento, semilla que aguarda ser árbol, el rostro espera a que se cumpla el tiempo, y que el plazo para que cese la demora se cumpla.
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